-“Veinte de febrero de dos mil sesenta y ocho.
Hoy hace frío, pero parece un buen día para ponerse en marcha. No van a
pararnos”.“Veinticinco de febrero de dos mil sesenta y ocho. Es triste que no
se den cuenta de que nos están destrozando. Deberíamos ser una sociedad
avanzada, inteligente, consciente, pero, aunque pasen los años, ellos no
cambian. No gobiernan por el pueblo ni por sus necesidades, ni si quiera por
las suyas propias. Usan el poder para sentirse superiores, para esclavizarnos.
¿Y nadie piensa hacer nada? Bueno, yo sí. Y haré todo lo que sea preciso y
posible para acabar con ellos”.“Tres de marzo de dos mil sesenta y ocho. Ya
está hecho. Hoy he sido cómplice de la muerte. Pero es una sensación demasiado gratificante
como para dejarme llevar por remordimientos. Sí, les he quitado algo preciado,
igual que ellos nos lo quitan todo. Y lo mejor de todo es que no me
arrepiento”. –leyó en voz alta el jefe de los agentes Lafaard, paseándose de un lado a otro de la habitación. –“Firmado: Held Besparen”. ¿No te parece
que todo esto es suficiente para demostrar tu culpabilidad?
Desde
la calle se oían gritos de protesta, silbatos, y, en general, un gran alboroto.
Hubo un ruido sordo, un par de disparos, y más gritos. Ella se removió inquieta
en la silla. Un escalofrío recorrió su cuerpo y erizó el vello de su piel tras
oír los disparos, y su mirada permanecía fría, distante, ausente, y, sobre
todo, perdida. Sin embargo, su rostro reflejaba una gran tranquilidad, aunque,
sus ojos, abiertos como platos, aportaban algo de locura a su expresión. Bajó
la cabeza, intentando no cruzar la mirada con ninguno de los agentes Lafaard allí
presentes. Sostenían en sus manos grandes armas, algo más grandes que simples
metralletas, con incontables botones y luces que parpadeaban, y pantallas con
pequeños mapas interactivos tras la culata. Se podría decir que parecían de
juguete de no ser porque estaban fabricadas de un material similar al cristal,
lo que les daba un aspecto sofisticado y
frío. La sala tenía un aspecto sombrío y casi siniestro, y el gran ventanal
situado a la izquierda de la joven no ayudaba, pues el día era gris.
-¿Held?-dijo
el agente Lafaard, tratando de llamar su atención.
-¿Qué?-preguntó
ella, despistada, y sin interés.
-¿Has
escuchado lo que acabo de leer? ¿Sabes lo que es?
-No-contestó,
cortante, observándolo con curiosidad. Todos los agentes Lafaard presentes en la habitación permanecían
alerta, pero él parecía tranquilo. Vestían uniformes de color negro y azul, y
alrededor de sus cinturas colgaba un cinturón ancho donde guardaban armas más
pequeñas, dispositivos de comunicación con más luces intermitentes y utensilios
de una tecnología avanzada que ella jamás había visto. Todos ellos llevaban un
casco que les cubría la cara por completo, salvo la zona de los ojos, que
estaba cubierta con un cristal opaco y resistente. Todos, menos él, que, de
hecho, no se veía cómodo con su uniforme, lo que daba la seguridad de que
estaba frente a hombres y no robots preparados para matar. Él suspiró.
-Es
tu diario, Held, y todo lo escrito en él indica que eres culpable.
-¿Culpable?-de
repente pareció sorprendida-¿De qué?
-¿No
sabes por qué estás aquí?
-Nunca
sé nada.-se mecía hacia delante y hacia atrás en la silla-.Nunca sabré algo, en
realidad. ¿Tú crees que
sabes
cosas? Claro que sí, como todos. Pero, ¿cómo sabes que todo lo que sabes es
cierto?-dijo, con un hilo de voz, casi en un susurro, mirando al suelo.
-Held,
mírame-ordenó el oficial, posando las manos sobre sus hombros con suavidad-.Te
han acusado de secuestro y posible asesinato. –hizo una breve pausa, se volvió
y tecleó algo en una gran pantalla táctil incrustada en su escritorio para
luego mirarla de nuevo- ¿Cuántos años tienes?
-Catorce-musitó.
-Muy
bien, Held, supongo que después de todo lo que ha pasado debes estar
conmocionada. Tú solo dime todo lo que pasó y te sentirás mejor, ¿quieres?
–dijo, mirándola con compasión.
-El
tiempo… El tiempo. No sé cómo te llamas tú, ¿puedo llamarte Alexander? ¡Oh, el
tiempo, Alexander!-repetía mientras agitaba los brazos en el aire-
Supuestamente lo arregla todo, ¿no? Eso dicen siempre. Y, sin embargo, aquí
estamos. Confusos, sin conocimiento. ¿Crees que también nos quitarán la
habilidad de pensar? ¡Oh, dios mío! Si supieran cómo hacerlo… ¡lo harían,
Alexander!
-Held,
no sé de qué estás hablando-dijo, desconcertado-.Me llamo Stille.
-Stille-repitió
Held en voz baja-¿Quién ha muerto, Stille?
-El
hijo de Slak Manson, el presidente de Wanhoop,
Held. Nuestro presidente.-murmuró Stille, con cierto énfasis en la palabra nuestro, frunciendo el ceño.
-¡Wanhoop!¡Veinte
años de miedo y sufrimiento! Eso es Wanhoop, ¿no? ¿¡NO!? –exclamó Held,
poniéndose en pie. Apretó los puños con rabia mientras se acercaba a Stille sin
controlar su furia, y los
Laafard la apuntaron con sus armas. Stille alzó
un brazo en el aire para indicarles que bajasen sus pistolas, y permaneció
impasible junto al escritorio. Held lo miró de arriba a abajo una vez más. Era
alto y delgado, y se apoyaba sobre el escritorio cruzado de brazos, con una
expresión aburrida e indiferente. Era uno de los líderes Lafaard, lo que le
llamó la atención, pues apenas tenía treinta años. Un par de agentes la
sujetaron por los brazos, obligándola a sentarse de nuevo, no sin antes escupir
sobre el traje de Stille, como símbolo de desprecio.
Wanhoop
era, en efecto, el país del sufrimiento, de la agonía y del terror, donde
residían los supervivientes de la guerra del año dos mil cuarenta y ocho, La
Guerra de los Dapper, donde la mayor
parte del mundo quedó reducida a cenizas tras una gran explosión nuclear de una
central secreta bajo una conspiración del gobierno de varios países de diversos
continentes. Wanhoop abarcaba tan solo una muy pequeña parte del norte de los
antiguos Estados Unidos, y contaba con tan solo cuatro escasos millones de
habitantes. Su presidente, Slak Manson, era temido en todo Wanhoop, y se había
propuesto acabar con cada una de las
esperanzas
de los ciudadanos del país. No les quedaba nada: les habían quitado sus
derechos, su libertad, su
ilusión,
incluso su creatividad. No sería exagerar si se dice que todo estaba prohibido. Todo lo que implicase
cierta diversión o forma de expresar sentimientos no estaba permitido. Era un
país increíblemente paupérrimo, donde mucha gente se dejaba la piel para
conseguir un simple trozo de pan. Y, si intentaban protestar, o rebelarse,
Manson echaba mano de su poder militar, que no era especialmente débil. En
definitiva, Wanhoop era el país de
la desesperación.
-¿Dónde está el hijo de Slak
Manson, Held? ¿Lo mataste? –preguntó Stille, clavando su mirada en la joven,
que había comenzado a temblar.
-Echo de menos el sonido de la
guitarra. No, no, no. Echo de menos el sonido de su guitarra. Era especial, ¿sabes? Por lo menos para mí-se acurrucó
en la silla, dándose golpecitos en las rodillas con sus finos dedos-.Tocaba
siempre que podía, me hacía muy feliz, y ayudaba a que mi madre dejase de
llorar y olvidase que papá había muerto. Murió en La Guerra de los Dapper, no lo conocí. Pero seguro que
fue muy valiente. Y por eso mi hermano tocaba la guitarra. Para olvidar. A mí
me hacía muy feliz, ¿te lo he dicho ya? Claro que yo no sabía lo que pasaba.
Tenía solo cuatro años, Stille. Yo me sentaba en el suelo, y simplemente lo
escuchaba tocar. Observaba sus dedos acariciando las cuerdas, posándose sobre
cada traste. Su sonido, dulce, hipnótico y tranquilo me embaucaba y me
transportaba a mundos imaginarios, esa clase de mundos que solo los niños
pueden permitirse soñar.
Lo observaba con cautela, y en mí
solo cabía la admiración, la fascinación, mientras que en la calle morían de
hambre niños incluso más pequeños que yo-su voz se quebró y tragó saliva varias
veces antes de continuar, y seguía moviendo sus dedos sobre sus rodillas, cada
vez más nerviosa-.Pero, entonces, ellos llegaron. Ni si quiera sé cómo lo
escucharon, si incluso a nosotros mismos nos costaba oírle. Sin embargo, ellos
entraron, con sus grandes armas y sus trajes a prueba de todo tipo de
“ataques”-rio y añadió con sarcasmo- como si nosotros pudiésemos atacarles.
Todo pasó muy rápido: le quitaron la guitarra, que ya de por sí estaba hecha una
pena, y la rompieron en mil pedazos en un segundo. A él lo cogieron y lo
llevaron a rastras hacia fuera, a la calle. Para matarlo en público, tal vez.
Mi madre trató de impedirlo, ¿sabes? Intentó ir a por él, pero se la quitaron
de en medio con un solo disparo. Como si fuese un juguete, como si no valiese
nada. Como basura, escoria. No fui capaz de entender qué ocurría, pero asumí,
por puro instinto de una niña de cuatro años, que debía salir de allí, así que
me escondí tras el viejo sofá del pequeño salón, donde pude observar con
bastante claridad, más de la que habría deseado, cómo estrangulaban a mi
hermano, y cómo quedaba inmóvil rodeado de sangre en el suelo. No recuerdo muy
bien qué hice entonces, pues no podía creer lo que estaba sucediendo, y mucho
menos entenderlo. Me aferré a la idea de que nada era real. Hui. He estado
vagando por las calles todo este tiempo, viviendo temporalmente en refugios
donde nos alimentábamos con dos cucharadas de sopa por la mañana y por la
tarde. Ni si quiera sé cómo aún sigo viva-se restregó los ojos, dejando ver sus
brazos desnutridos y pálidos-.Pero tan solo tenía cuatro años…Los mataron. A
todos. Sí, echo de menos el sonido de la guitarra. De su guitarra.
Hubo un silencio incómodo que
invadió toda la estancia, hasta que de nuevo se oyeron gritos y barullo a
través de la ventana.
-Vale, Held… Entiendo que lo has
pasado muy mal, pero… ¿Vas a contestar bien a alguna de mis preguntas?-preguntó
Stille, no habiendo prestado ni la más mínima atención a su historia.
-¿Y tú? ¿Vas a devolverme a mi
familia?-dijo ella, adoptando un tono de voz más profundo, más cortante,
desagradable e incluso más real.
El joven Lafaard enmudeció, asombrado por su cambio de
actitud y sin una respuesta que poder darle. Held se levantó por segunda vez de
la silla y notó cómo los agentes preparaban sus armas de nuevo, pero esta se
acercó a la ventana y ni se inmutó. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero
consiguió dibujar una sonrisa en su cara. Oyó más gritos de protesta de los
rebeldes, que probablemente la estaban defendiendo. Supo que los matarían si
seguían protestando, y así fue: agentes Lafaard ocuparon las calles de la
gran plaza y tomaron sus armas.
Pero, por primera vez, los rebeldes los superaban en número, y, sobre todo, en
esperanza. La esperanza que Held les había dado. Los Lafaard lanzaban gases y
sustancias explosivas contra los rebeldes, que no paraban de gritar, y que,
inexplicablemente, habían conseguido armas que disparaban contra los agentes.
Stille cogió uno de los dispositivos de su cinturón y tras comprobar algo, hizo
una seña a los agentes Laafard que ocupaban la habitación, y estos salieron
corriendo con sus armas cargadas, en dirección a la plaza. En la sala solo
quedaban Stille y ella, que seguía mirando por la ventana.
-¿Nunca te has preguntado por qué
los días en Wanhoop son tan tristes? –parecía que hablaba para sí, soltando
cada palabra sin ganas.
-Si crees que intentando parecer
desorientada o demente vas a engañarme, no te esfuerces más. –dijo Stille,
apuntándola con su arma de cristal, con la voz ronca e intentando intimidar.
-¿A qué estás jugando, Held? ¿Dónde está el hijo del presidente?
De nuevo su
conversación se vio interrumpida por las bombas que lanzaban los agentes del
presidente. Las miradas del jefe Lafaard y
la joven se cruzaron por un instante, y él quedó confundio cuando creyó
distinguir un brillo de emoción en los ojos de Held, y una sonrisa dibujada en
su rostro.
-Podría decir
que está muerto –otra vez su voz sonó más profunda y real. La expresión de su
semblante cambió por por completo, mostrando a una chica diferente a la que
Stille había conocido. -Pero no quiero mentir. –Añadió. Sus ojos brillaban de
la emoción.
-Lo único que
está muerto aquí –prosiguió–, son nuestras ilusiones, nuestras esperanzas y
nuestros sueños. Todo eso que se llevaron. Toda la fe que pude llegar a tener
algún día. Porque nos usan, nos exprimen, sacan lo peor de nosotros, nos hacen
ser una oveja más de su rebaño, una pieza más de sus juegos, donde las reglas
cambian constantemente. ¿No lo ves? Solo juegan con nosotros, porque eso somos
para ellos: juguetes. –fue elevando el tono de voz cada vez más, y dio una
patada violentamente a la silla.
Stille observaba
todos sus movimientos y escuchaba sus palabras conteniéndose. Su turbación era
tal que
apenas podía
articular alguna palabra. Ante la situación, Held siguió hablando:
-Ellos. Los que
tienen tanto poder… Acaban sumidos en la codicia, en la corrupción, en la
mentira. ¡Nos lo quitan todo! ¡Hasta la creatividad! ¿Es que acaso tocar la
guitarra hace daño a alguien? ¿Eh? ¿Es eso humano? ¿Lo es?-dio un puñetazo
sobre el escritorio de Stille, con fuerza. –Nos dan motivos falsos para creer,
más mentiras en televisión y en los periódicos. Nos manipulan, como a unas
indefensas marionetas. Pero basta con mirar por la ventana. Se respira miedo.
–Se acercó al ventanal por segunda vez. –Intentan
hacernos
ignorantes, cuando ellos son los primeros que no se dan cuenta de lo que hacen.
¿De verdad esperabas que yo hubiese matado a alguien? Es más, ¿cómo dais por
supuesto que está muerto? Nadie ha visto el cadáver.
-¿Por qué iba a
tener que creerte?
-Tú mismo. –se
dejó caer en la silla, suspirando. –Pero sé que eres inteligente, y sabes que
no ganaría nada metiéndome en todo este jaleo.
-Solo dime si
sabes dónde está, por favor, Held.
Ella agachó la
cabeza.
-Held,
escúchame. ¿Crees que me gusta todo esto? Si no consigo una respuesta, una
solución, Slak mandará mi ejecución. No quiero hacer esto, no quiero estar
aquí, pero nunca tuve otra opción. Si no puedes con el enemigo, únete a él. Eso
dicen, ¿no?
-Eres un
cobarde. –espetó.
-Oye, mira,
confío en ti, ¿vale? Te he observado, sé que no estás mintiendo, que no has
matado a nadie. Tus palabras, tus gestos, son muy sinceros. Y espero no
equivocarme contigo.
Ella lo miró un
instante.
-Quizás… puedas
ayudarnos.
-¿A quiénes? ¿A
qué?
-A los rebeldes,
ya sabes, ayudarnos con todo esto. –contestó, señalando la ventana.
-¿Es esto… una
revolución? –preguntó finalmente.
Ella esbozó una
sonrisa cansada. Miró por la ventana y le hizo una señal a Stille para que se
acercase.
-¿Ves a toda esa
multitud? Están luchando, porque por primera vez tienen esperanza. Entiendo que
tienes órdenes de aniquilarlos a todos como ratas, pero, piénsalo: ¿por qué?
¿Por perderlo todo? ¿Por tratar de defenderse?
-No son mis
decisiones, Held. El presidente…
-¡El presidente,
el presidente! ¡Al infierno con el presidente! –interrumpió. –El presidente es
un hombre como otro cualquiera, no es invencible, Stille, no puede luchar él
solo. Necesita su ejército… ¿y si su ejército le fallase, Stille?
Él quedó
pensativo. Supo entonces que todo lo que habían hecho estaba mal, que podían
revelarse contra el gobierno, que en su mano estaba la oportunidad. No le costó
entender lo que Held le pedía: él era el líder
Lafaar, y de él
dependía que el ejército funcionase correctamente.
-Escúchame,
Stille… Necesitamos tu ayuda, por favor. –suplicó, sin apartar los ojos de la
multitud de rebeldes que combatía a muerte en la plaza. –Ellos luchan porque
quieren más de lo que tienen y necesitan, mientras que nosotros solo luchamos
por tener algo.
Entonces fue como
si algo hiciese ‘click’ en el cerebro de Stille, y asintió, con la mirada
perdida. Pero, justo en ese instante, dos agentes irrumpieron en la habitación,
agarrando a un chico algo más joven que Stille por
los brazos.
-Señor, dice ser
el hermano de la chica. –dijeron.
-¿Qué? –exclamó
Stille, y miró a Held, con el rostro contraído. – ¿Es eso cierto, Held?
Ella no supo
cómo reaccionar. En ese momento, estaba tan confusa como Stille, o más aún,
pues vestía un uniforme Laafard. Sí que reconoció a su hermano, a pesar de que
habían pasado diez años. Pero él había muerto. Ella misma vio cómo lo
estrangulaban y cómo quedaba inerte en el suelo, cubierto de sangre… Parpadeó,
incrédula. Eso no significaba que lo hubiesen matado. ¿Había estado infiltrado
todo ese tiempo?
Stille clavó una
aguja en el brazo del chico y extrajo un líquido viscoso que introdujo en otro
de los dispositivos de su cinturón. Al momento, la pantalla se iluminó. Era un
identificador. En la pantalla aparecía una foto, y al lado un nombre: Kever
Besparen.Su hermano.
-¡Me mentiste,
Held! ¿No echabas de menos el sonido de su guitarra? –gritó rabioso. -¿Ahora
esperas que me crea todo lo demás?
-Kever… -musitó
Held, mirando a su hermano, que intentaba murmurar algo. Los Laafar debían de
haberle inyectado algo para que no pudiese despegar los labios. –Stille, de
verdad que yo no entiendo…
-¡Basta! Held,
por última vez, ¿mataste al hijo de Slak Manson? –apuntaba a Kever con su arma.
Estaba tan histérico que daba miedo.
-No, Stille, yo…
Él disparó
directo a la cabeza del chico, que cayó con fuerza al suelo, formando un charco
de sangre a su alrededor.
-¡Kever!
–exclamó Held, abalanzándose sobre el cuerpo de su hermano, con los ojos llenos
de lágrimas, y se apoyó sobre su pecho. Los dos Laafar desaparecieron por el
pasillo.
-¡Cobardes,
todos! –gritó, y su voz sonó temible. Sostuvo su cabeza y sus manos se
mancharon con su sangre. –Kever, Kever, por favor…
Sintió que ya
daba igual si murió o no diez años atrás, ahora lo había perdido de verdad. Y
la sed de venganza ardió en su interior, como un fuego incapaz de apagarse ni
con todos los litros de agua del planeta. Y se dio cuenta de que todo el plan
acababa de irse a la mierda: sin la ayuda de Stille, estaban acabados.
-Bueno, Held,
¿vas a decirme ahora dónde está el hijo de Manson?
Oyó la voz de
Stille a su espalda, tan tranquila e indiferente, como si lo que acababa de
hacer no hubiese significado nada, y apretó los dientes, furiosa. De repente,
se levantó y embistió contra él, agarrándole con
violencia de la
chaqueta del uniforme. Era bastante más alto que ella y no alcanzaba a
agarrarle por el cuello, pero aprovechó su desventaja para darle un puñetazo en
el estómago. Puede que no le doliera mucho, pero ella consiguió liberar su
rabia. Luego lo arrastró con furia hacia el ventanal y lo empujó contra el
cristal, con algo menos de fuerza.
-¡Ahí! ¿Lo ves?
¿Lo ves? ¡Ahí lo tienes, al hijo de tu querido presidente! –sollozó, clavándole
las uñas en el brazo.
Stille observó a
toda la multitud. En efecto, ahí estaba el hijo de Slak Manson. Un niño
pequeño, de apenas diez años, que un rebelde acaba de subir a sus hombros.
-¡Yo solo era la
distracción, Stille, igual que el diario! ¡El niño siempre ha estado ahí abajo!
Y en ese
instante, los agentes que trataban de acabar con el gran número de protestantes
dispararon y lanzaron algo parecido a granadas hacia ellos. Y no fueron ni una,
ni dos, sino las bastantes como para destruir un pueblo entero. Asomado al gran
balcón de la plaza se hallaba el presidente, observando la masacre con la misma
sorpresa que Stille. Por fin había entendido el plan de Held, y no pudo dominar
su ira cuando vio cómo las bombas explotaban sobre la muchedumbre, matando a un
número muy elevado de manifestantes, y así, a su propio hijo.
Un sonido
intermitente y molesto inundó la habitación, como una bomba. Procedía del traje
de Stille. Él se retorció, ansioso, y empujó a Held lejos de él. Entonces, el
traje explotó, y Held retrocedió, mientras el cuerpo de Stille se precipitaba
hacia el suelo a través de la ventana, que había estallado debido a la explosión.
Supo que Stille no había cumplido su misión, y que así se lo hacía pagar el
presidente. Sin pensárselo dos veces, cogió el arma de cristal de Stille que
había caído al suelo. Pesaba bastante más de lo que parecía, y no entendía muy
bien su funcionamiento, pero se dejó llevar por la adrenalina y la presión del
momento. Se apoyó sobre la pared junto al ventanal, con la culata del arma
rompió lo que quedaba de cristal, y pequeños trozos se clavaron en sus hombros.
Pero no le importó. Sostuvo el arma con seguridad y apuntó hacia el balcón del
edificio principal que se erguía en el centro de la plaza, donde Slak Manson
discutía con dos de sus oficiales, iracundo. No dejó que le temblaran las
manos. Pensó en su madre, en su padre, en su hermano. Pensó en toda la gente
que murió en La Guerra de los Dapper, y en toda la que estaba muriendo en ese
momento por su culpa. Pensó en Stille, que en el fondo solo tenía miedo de
Slak, que lo había hecho volar por los aires, con algún mecanismo-bomba
especial conectado a su uniforme. Después decidió no pensar en nada. Y apretó
el gatillo.
Un intenso
silencio recorrió todos los rincones de la gran plaza de Wanhoop. Y todos
observaron cómo el presidente se tambaleó de un lado a otro en el balcón, y
cómo tropezó y cayó hacia delante, precipitándose al suelo de la plaza, a una
altura realmente considerable, Pero no todos vieron cómo antes de caer pulsó el
botón de un pequeño mando que tenía en el bolsillo. Y antes de que les diese
tiempo a gritar, antes de que pudiesen decidir que la guerra estaba ganada,
antes de que Held pudiese reaccionar, la plaza voló por los aires. Los
edificios estallaron y las llamas arrasaron con todo a su paso. Y poco a poco,
todo Wanhoop se fue destruyendo. Lo poco que quedaba de mundo, las pocas
personas que aguantaron, todo, desapareció.
Y
el mundo quedó
vacío, como en un principio lo estuvo. Y como, para muchos, siempre parecía
haberlo estado. ¿Quién ganó la guerra, entonces? Podría contestar la pregunta,
pero, ¿es acaso necesario? No ganó nadie, porque no debió haber guerra. Ni en
el año dos mil sesenta y ocho, ni nunca.
Diecinueve de abril de dos mil catorce. Esta
es solo una de las muchas historias que luchan en mi cabeza de madrugada. Este
es solo uno de los futuros imaginarios que algún día no tan lejano podrían
dejar de ser ficticios. Pero sólo es una historia… ¿no?
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