Yo ya estaba aburrida a temprana edad, pero, al contrario que los demás y totalmente al revés de lo que muchos podrán pensar, yo no estaba aburrida de vivir: estaba aburrida de los que decían que no tenían nada que hacer con su propia y única vida. Sorprendentemente, esas personas siempre eran las más cobardes.
De manera inexorable, cada noche mi pecho se llenaba de angustia y mi alma se veía encarcelada por la monotonía de la rutina y los límites que establecían las dudas infinitas. No saber qué me deparaba el destino, o quizás no saber aceptarlo, o simplemente no ser capaz de escribir el mío. Tal vez fuese una mezcla de las tres cosas. Y, así, en el hastío de no poder entender mis propios llantos, tomé la mejor decisión de mi existencia: comenzar a vivir.
Lo raro sería que así todo se hubiese vuelto de color de rosa repentinamente, lo cual, en efecto, no ocurrió. Estaba, desgraciadamente, el gran cansancio que me producía tener que madrugar para vivir un día prácticamente igual al anterior en ese temible, soporífero e insufrible infierno que todos aquellos de mi edad odiaban y que, aunque entonces no lo admitiesen, echarían de menos en el futuro. Era esto conocido mundialmente y más comúnmente como instituto. En cierto momento de mi vida, tuve alguna clase de revelación y me di cuenta de que no era tan malo. Abrí mi mente y me percaté de que lo que necesitaba diariamente era una alta dosis (incluso me atrevería a decir sobredosis), de fuertes emociones. Y, así, curiosamente, nació mi interés por todo lo que me rodeaba, por los pequeños detalles, mi peculiar forma de crear ilusión a partir de cosas insignificantes, y, sobre todo, mi pasión por el arte, que llenaba mis huecos vacíos y tiempos muertos de mi día a día.
Pero, sin embargo, no todo fue tan fácil. En ocasiones, no era tan sencillo conseguir emociones fuertes de las que alimentarse, puesto que con mi edad no estaba tan acostumbrada a la libertad, y mucho menos a buscar aventuras. Entonces, cuando pensaba que mi cabeza iba a explotar si no le proporcionaba algo nuevo, descubrí eso que llaman creatividad, la actual dominante de mi personalidad, que me salvó de lo que para mí era peor que cualquier enfermedad: el aburrimiento, ese monstruo exquisito que se empeñaba en establecer unas reglas monótonas en mi vida, y que me amenazaba constantemente con el peor de mis miedos:
dejar de crear.
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